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EUPHORIA, Garcés o cómo la pandemia llegó tarde al fin del mundo

 



(Euphoria, HBO)


En un texto publicado en Nueva Sociedad en octubre de 2019, la filósofa Marina Garcés se refería al presente histórico como “póstumo”. Las sociedades humanas vivíamos ya entonces, según la autora, en un estado mental colectivo en el que cualquier promesa de futuro se habría extinguido, en el que las personas habitaban el mundo desde la desorientación y el mero afán de supervivencia. Las perspectivas del proyecto civilizatorio humano se habrían desvanecido, o ese sería el marco cognitivo en el que nos encontrábamos para Garcés desde hacía décadas. Esta condición póstuma diagnosticada por la autora señaló que los ejes ordenadores de tiempos anteriores llevaban ya tiempo disueltos, y que convivíamos en un interín ideológico entre los últimos coletazos del proyecto ilustrado y las luces de un nuevo estado de las cosas aún por disputar.


Euphoria (Sam Levinson, HBO) se estrenó durante el verano de 2019, y si bien de forma más velada, aportó una reflexión muy similar sobre la naturaleza límite del momento en el que vivíamos ya entonces, antes de que el coronavirus y su efecto tsunami sobre la especie terminaran por dar a Garcés y a Levinson la razón. Euphoria, acogiéndose con astucia al formato de serie teen, planteaba las historias de un grupo de adolescentes de la Generación Z (nacid@s a partir de 1996) que habitan el presente histórico de los Estados Unidos de finales de los 2010, desenvolviéndose de forma errática en un entorno existencial en el que ya nada de lo existente funciona y únicamente parece posible sobrevivir caminando constantemente sobre una cuerda floja identitaria con inciertos resultados.


Así, Rue (protagonista de la serie interpretada por Zendaya) es una joven afroamericana de entorno familiar empobrecido y frágil salud mental que, tras pasar su adolescencia cuidando a su padre enfermo, termina cayendo en la drogodependencia. Este aspecto parecería, desde una lectura superflua, explicable por el hecho del desenlace fatal de la enfermedad de su padre (¿quién no se tambalearía al ver a su padre morir?), pero aquí es necesario plantear de otra forma la cuestión: ¿por qué el padre de Rue yació terminal en su casa, cuidado por su hija de 13 años, saldándose la situación con su muerte y la entrada de su hija en la drogadicción? La respuesta remite a los efectos de la llamada “revolución neoliberal” (y el desmantelamiento correpondiente de la asistencia sanitaria pública) sobre las familias norteamericanas de clase media-baja, y específicamente sobre las comunidades racializadas más vulnerables. Rue escenifica, en este sentido, la subjetividad resultante de décadas de macroeconomía oligárquica y racista, la traducción de los recortes sanitarios y la desprotección de las mayorías en el cuerpo concreto de una adolescente negra, pobre y mentalmente inestable que cae en el abismo de las drogas. No tan casualmente, Fezco y Ashtray, los camellos de Rue, son dos hermanos que se encargan también del cuidado de su abuela, que yace en estado vegetal en la casa familiar que utilizan para sus trapiches.



Nate Jacobs (Jacob Elordi), compañero de Rue y del resto del reparto en el instituto de East Highland -pueblo ficticio en que se ambienta la serie- es, por otro lado, el hijo de un adinerado empresario propietario de la mitad del lugar. Nate es buen estudiante, un deportista sobresaliente y la representación de los últimos restos de lo peor de las masculinidad hegemónica fordista: es violento, autoritario, incapaz de empatizar o de entender nada más allá de los términos de la confrontación y el dominio. Nate, como buen macho alfa, es totalmente incapaz de salir de los mandatos desfasados de la masculinidad tóxica, colisionando estos constantemente con una orientación sexual no heterosexual que da lugar (ante la imposibilidad de expresarse de forma libre) a una gravísima disonancia que el joven intenta sortear exacerbando aún más su insostenible e impostada hombría. Si bien constituye un personaje detestable a todas luces, la lectura radiográfica realizada por la serie en torno a su contexto familiar (blanco, rico, privilegiado y pretendidamente conservador) ayuda a entender cómo su desarrollo reproduce una serie de esquemas de clase y género que ya en la generación de su progenitor se encuentran totalmente en crisis. El padre de Nate, como descubre su hijo, es asiduo a los encuentros sexuales con adolescentes homosexuales y transexuales, práctica que documenta secretamente a través de grabaciones en vídeo de los encuentros.


Casualmente, una de las menores que acaba en la colección personal de pornografía del pater familias Jacobs es Jules, una adolescente transexual que termina asistiendo a las aulas del East Highland School junto al propio Nate, quien, atraído por ella e incapaz de gestionar lo que siente desde los mandatos de una masculinidad agresiva, amenaza con darle una paliza la primera noche que amb@s coinciden en el pueblo.


Jules representa un revulsivo político dentro del contexto de decadencia cultural, económica y comunitaria imperante en el pueblo. La joven es, a pesar -o quizás, a causa de- las graves dificultades identitarias y familiares a las que se enfrentase ya desde la niñez, un sujeto dotado de una energía vital arrolladora; una chica creativa, transgresora, alegre y con un aprendizaje profundo en torno al cuidado y a la validación que la lleva a marcar, sin saberlo, el pulso de los acontecimientos que se suceden a lo largo de la serie. Si bien Jules no es la protagonista, su capacidad inconsciente para señalar las vías por las que las vidas de Rue y Nate (que constituyen junto a ella los centros gravitacionales de la narrativa en Euphoria) podrían discurrir de forma generativa termina convirtiéndola en el epicentro de las vidas de dos jóvenes fatalmente afectados por las profundas disfuncionalidades políticas que atraviesan sus contextos respectivos de privación y privilegio.



Por lo que respecta al resto de personajes, las aulas del East Highland son pobladas por una serie de chicas y chicos que atraviesan problemáticas diversas vinculadas a unas matrices comunes de conflictividad. Kat es una chica desplazada por su gordura a los márgenes de lo normativo, planteándole ello dificultades notables a la hora de vivir los avatares sexo/afectivos más propios de la adolescencia: la popularidad, el deseo y la sexualidad, la aceptación. Kat resulta víctima, llegado el momento, de la difusión de un vídeo íntimo, provocando ello de forma accidental que la joven descubra tener un séquito de admiradores online(probablemente pedófilos) con los que aprenderá la fragilidad objetiva de los cánones frente a la realidad del empoderamiento. Cassie y Maddy son dos adolescentes convencionalmente atractivas, que aprovechan su magnetismo para abrirse paso tras crecer en familias notablemente desestructuradas, en las que el reparto de las responsabilidades entre hombre y mujer ha sido inexistente y el aprendizaje de mecanismos de inteligencia emocional, nulo. McKay es un muchacho que accede a la universidad gracias a su talento como deportista, y acaba sufriendo una gran frustración al comprender que su habilidad y sus posibilidades reales no se ajustan a sus expectativas, que han sido insistentemente cimentadas por su padre desde la niñez.



La tónica narrativa que tiñe la mayor parte de la primera (y única, por ahora) temporada de la serie es la del stand-by histórico de una sociedad posfordista/neoliberal en la que tanto las condiciones que determinan la desigualdad y la pobreza como los resortes que sostienen la posibilidad del privilegio se encuentran profunda y  quizá, irreversiblemente deteriorados. Euphoria muestra, así, un escenario en que la grave desprotección institucional y el ahondamiento en las inequidades económicas y simbólicas que afectan a la mayoría de la población -y con mayor agudeza, a las mujeres, a las personas racializadas y a quienes subvierten identitariamente un statu quo patriarcal, heteronormativo y binario-, así como los propios mecanismos que en su momento sirviesen para edificar este reparto injusto de los recursos para la vida (el patriarcado, el racismo, el capitalismo -neoliberal, para el caso-) han empezado a implosionar, traduciéndose en vidas de individuos radicalmente perturbados e incapaces de entenderse en términos que les permitan vivir de forma coherente con lo que aprendieron que tenían que ser. La pobreza y la exclusión económico/simbólica, la drogadicción, la misoginia, la violencia, un uso compulsivo, desinformado y peligroso de las redes sociales, la inexistencia de referencias y la sensación generalizada de desorientación y pérdida de sentido ante una realidad que ha dejado de poder ofrecer respuestas colectivas se presentan como el resultado lógico de la contradicción entre lo que se enseñó a la Generación Z sobre el mundo y el estado real del mismo cuando llegaron a tener que enfrentarse a él. En Euphoria -que está ambientada en el pasado más próximo, inmediatamente pre-pandemia-, los pilares sobre los que se sostienen las sociedades capitalistas occidentales ya han colapsado.



En Nación Salvaje (2018), filme también dirigido por Sam Levinson – y en el que el director ya introducía muchas de las intuiciones sociohistóricas que hasta aquí se vienen extrayendo de Euphoria-, el director lanzaba a través de uno de sus personajes (Lily Colson, adolescente a punto de ser asesinada por una turba de machistas enardecidos) la siguiente reflexión: “Ese el problema, su prepotencia, su hipocresía. Es el simple hecho de que no pueden vivir bajo las normas que establecieron, aunque finjan. Este es su mundo. Ustedes lo construyeron. Si es muy estricto, háganlo pedazos. Pero no me miren a mí. Yo acabo de llegar.”


En su reflexión sobre la “condición póstuma”, Marina Garcés se planteaba un cuestionamiento similar, ampliando el rango de la pregunta: “¿Hasta cuándo podremos los seres humanos aguantar las condiciones de vida que nosotros mismos nos imponemos sin rompernos (individualmente) o extinguirnos (como especie)?”.


Escribir sobre Euphoria y la condición póstuma en 2021 otorga a ambas referencias un carácter prácticamente profético. Si en 2019 Sam Levinson y Marina Garcés avisaban desde las limitadísimas coordenadas de la producción cultural alternativa que asistíamos como especie a la muerte de un ciclo histórico, la pandemia del coronavirus -que solo tardó unos meses más que la serie de HBO o el libro de la filósofa en llegar al mundo- hizo que prácticamente cualquier persona del planeta, fueran cuales fueran sus consumos culturales, hiciese propia la misma conclusión. El fin del mundo como lo conocimos es un hecho que dudosamente sería cuestionado hoy por nadie con un acceso mínimo a los flujos comunicativos masivos que recorren el globo, y que han cambiado ya la percepción sobre nuestra civilización y su naturaleza en todas las latitudes.


Si aceptamos que la historia de Rue y sus compañer@s, o los avisos de Garcés fueron llamadas de auxilio enormemente acertadas, parecería razonable atender también a las recetas para avanzar desde el caos que aportaron, ahora que la necesidad de reconstruir es una urgencia que nadie osaría ignorar. Y las alternativas propuestas para seguir en el mundo, en ninguno de ambos casos, pasan por recurrir a la reedición de aquellos sentidos comunes (jerárquicos, patriarcales, inequitativos, excluyentes, extractivistas) que determinaron que el mundo se desmoronase. Una última mirada a Euphoria nos muestra a Jules (ejemplo de aquellos sujetos que empezaron, sin saberlo, a construir los cimientos del mundo que viene) en la consulta de su psicóloga, pensando en cómo el cuidado propio y el mutuo son la única forma viable de existencia. Quizás esta vez sea más fácil interpretar a tiempo las pistas que nos ayuden a seguir existiendo.









(Euphoria, HBO)

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