En La Dominación Masculina, Pierre Bourdieu se refería al “infinito refinamiento” de la obra de Virginia Woolf, quien, a juicio del autor, habría puesto de relieve algunas de las claves más profundas de la desigualdad estructural existente entre mujeres y hombres.
Bourdieu señalaría, no obstante, un fenómeno por el cual lo más agudo de la crítica feminista de la autora, presente entre las líneas de sus novelas, habría quedado soslayado en favor de las tesis más explícitas expuestas en ensayos como Una habitación propia o Tres Guineas. Diría el sociólogo francés que en la novela Al Faro, por ejemplo, tenía lugar una reflexión sobre las desigualdades entre sexos “liberada de los tópicos” que, bajo su perspectiva, contenían los textos más teóricos de la escritora británica.
Este diálogo entre dos de las mentes más aventajadas de la filosofía del siglo pasado ayuda a entender la dinámica que, dentro de la crítica cinematográfica, se ha producido estos últimos meses en relación al filme “La Sustancia” (2024, Coralie Fargeat).
(Cartel promocional del filme)
En el recién estrenado largometraje, Elisabeth Sparkle (Demi Moore), una estrella del entretenimiento televisivo hollywoodiense, es despedida por la productora de su show televisivo tras una carrera fulgurante al frente del programa en cuestión. El motivo: Sparkle cumple cincuenta años, convirtiéndose en una mujer madura, con el crimen imperdonable que ello implica dentro de una industria tan cruel como la del espectáculo.
Una visita inesperada a su médico la llevará a descubrir “La Sustancia”, un producto médico clandestino que promete a sus usuarios “una versión mejor de sí mismos” a cambio de someterse a un proceso extremadamente crudo: habrán de permitir que esa nueva “versión” crezca dentro de sus cuerpos, los reviente hasta salir al exterior, y se nutra disciplinadamente de sus flujos vitales durante semanas enteras en las que los usuarios del fármaco quedarán completamente inertes, ajenos a las andanzas de sus nuevos “yo”.
La Sustancia, tal y como prometen sus promotores, hace surgir a Sue (Margaret Qualley) una nueva y deslumbrante versión de Elisabeth que no tarda en adquirir conciencia propia, descubriendo los beneficios aparentes de abusar de un producto enormemente peligroso de por sí. La flamante Sue comienza a detraer la vitalidad de la cada vez más deteriorada Elisabeth, que sufre la erosión provocada por la avaricia insaciable de su creación.
El conflicto se resuelve de la peor de las maneras. Tras acabar con la vida de Elisabeth, su “versión mejorada” descubre que su existencia se vuelve inviable sin un cuerpo al que parasitar, decidiendo generar una tercera versión que emerge como un cuerpo monstruoso que termina siendo linchado -esta vez literalmente- por la sociedad a la que debía impresionar.
Como refiriese Bourdieu en relación a la obra de Woolf, las lecturas críticas en torno a La Sustancia han apuntado hacia los aspectos más evidentes de las violencias estéticas que operan sobre las mujeres. El portal Medium hablaba de “una reflexión sobre envejecer en una cultura obsesionada con la juventud”. La Youtuber Alachia Queen, sobre “las monstruosas consecuencias de fijaciones superficiales”. Eddie Harrison, de Film Authority, señalaba que el filme tocaba “los estereotipos que tantos hombres como mujeres perpetúan ”. René Sánchez, de Cine Sin Fronteras, apuntaba a cómo la película “reflexiona sobre el edadismo, el sexismo, y los estándares imposibles de belleza”.
En este tono podían encuadrarse la mayoría de comentarios sobre una película que, como la obra de Virginia Woolf, presenta su mensaje más profundo entre líneas, allá donde nadie parece querer mirar.
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En su obra Subversión feminista de la economía, la autora Amaia Pérez Orozco hablaba del fenómeno del “trabajador champiñón”, aquel sujeto que podía incorporarse como nuevo cada día a su puesto de trabajo gracias al trabajo femenino -e invisible- que le permitía estar alimentado, vestido, descansado. La cara B del “trabajador champiñón” era la renuncia de estas mujeres a incorporarse al mercado laboral o a desarrollar carreras profesionales, a cambio de que el trabajador pudiese seguir funcionando impoluto en el marco de la economía productiva. El beneficio de esta dinámica desigual repercutía, por supuesto, en las cuentas de resultados de un capitalismo que funcionaba a condición de marginar a la mitad de la población de los derechos vinculados al trabajo.
En el año 2024, con una revolución tecnológica en marcha vinculada a la Inteligencia Artificial y a la automatización de los procesos, el “trabajador champiñón” y el trabajo femenino que lo sustenta, parecen volverse prescindibles. Las previsiones del Foro Económico Mundial apuntan a que 85 millones de empleos dejarán de ser necesarios a nivel global el próximo año. Y la tendencia no parece que vaya a revertirse.
Si el coste en términos laborales del ciclo tecnológico en ciernes es motivo de alerta, no lo es menos su dimensión climática.
Los desarrollos en IA, tal y como están teniendo lugar, han provocado aumentos de hasta el 50% en las emisiones contaminantes de empresas como Google en un contexto de crisis climática severa. Más allá: la rapidez y la creciente elocuencia de servicios como Chatgpt esconderían consumos de agua desmesurados, apuntando algunos cálculos a una media de medio litro de agua consumido por cada 100 palabras de texto generadas.
Es difícil, observando la expansión de la IA, no recordar la promesa con que La Sustancia era ofrecida a sus usuarios: “Una versión mejor de ti mismo”. Las dinámicas guardan, ciertamente, similitudes.
En sociedades de complejidad creciente, con desafíos que obligan a repensar las formas en que habitamos el planeta, surgen aparentes atajos, promesas de redención que ofrecen soluciones mágicas a individuos envueltos en una incertidumbre creciente.
El gran acierto en La Sustancia, como venimos sugiriendo, va más allá de las evidentes referencias a la violencia estética que documenta el grueso de la crítica.
El largometraje de Fargeat expone de forma grotesca los peligros de nuestro presente y lanza una alerta tajante sobre nuestro futuro: cualquier desarrollo social, cultural, tecnológico que omita nuestros límites como especie y los límites del planeta está condenado -y nos condena- al peor de los destinos.
El conflicto entre una Elisabeth Sparkle desesperada por rejuvenecer y la “versión mejorada” de sí misma, Sue, que prospera al precio de destruir el cuerpo y la vida de su creadora, representa de forma muy gráfica la farsa de las soluciones fáciles que pasan por renunciar a afrontar la realidad asumiendo sus complejidades. El falso “milagro” de Sue se cobra pieza por pieza, centímetro a centímetro, la integridad física y moral del ser humano que apostó por su nacimiento, terminando por aniquilarlo.
El cuerpo entero de una atractiva estrella televisiva de mediana edad que termina envejecido, deshidratado, exhausto. El resultado de una atrofia prematura provocada ni más ni menos que por la renuncia a la agencia sobre el cuerpo propio, que es necesariamente la renuncia al asombro ante sus posibilidades, al reconocimiento necesario de sus límites. “Una versión mejor de ti mismo” que surge a condición de maltratar la vida que es propia, renegar de ella, esconderla del mundo en un cuarto y aspirar a que su sustituto tecnológico tenga mejor suerte ante una realidad cada vez más hostil para con una especie que tiene en la vulnerabilidad su principal distintivo.
La Sustancia es, también, un crudo recordatorio de que, allí donde la ausencia de imaginación política progresista genera un vacío, los monstruos germinan y se fortalecen.
La atractiva y peligrosa Sue representa una precisa metáfora de los discursos reaccionarios que proponen omitir los justos reclamos que permean nuestro tiempo (el feminismo, la conciencia climática, la redistribución de la riqueza). No es difícil pensar, ante la tramposa belleza de Sue, en las promesas políticas antisociales y autoritarias que proliferan a lo largo del planeta. De nuevo, se ha hablado mucho de cómo La Sustancia hace pensar en el Botox o el Ozempic, y muy poco de las similitudes que guarda con la verborrea de Youtubers evasores de impuestos, con líderes como Bukele que presumen de “eliminar la democracia”, con el greenwashing descarado de petroestados albergando cumbres climáticas o con cualquier promesa mesiánica de los magnates digitales. En suma: timos carísimos que amenazan con llevarse a la civilización por delante.
Como en todas las estafas, sin embargo, basta que se descubra el engaño para que los mentirosos revelen su rostro verdadero, amparándose en el poder logrado para tratar de eludir cualquier responsabilidad de los desastres provocados por su avaricia.
En La Sustancia, los promotores del fatídico fármaco responden a Elisabeth Sparkle que no pueden revertir las consecuencias que esta ha tenido sobre su vida. En otro filme reciente, Dont Look Up (2021, Adam McKay), un grupo de empresarios y políticos irresponsables abandonaba la Tierra en un cohete tras permitir que un meteorito colisionase sobre ella.
Los ejemplos se suceden también fuera del cine, atravesando el amplio rango de la realidad social y podrían documentarse ad infinitum: gurús de criptomonedas dándose a la fuga tras arruinar a familias enteras, youtubers charlatanes vendiendo falsas rutinas milagrosas, pretendidos “antisistema” buscando por todos los medios eludir responsabilidades civiles y penales tras instigar al odio contra minorías.
Frente al fraude de quien promete un paraíso en que el potencial y los límites de la especie no tienen cabida, la respuesta solo cabe articularla precisamente desde ese potencial y desde esos límites.
Tras las repetidas llamadas de auxilio de Elisabeth, la empresa responsable de su desgracia reitera no poder revertir la situación, pero le lanza un desafío: “Si no está contenta, deténgalo”. Es decir: si se atreve aún, si confía en usted misma, retome su agencia.
Constatado el terrible balance resultante de los falsos milagros, cabría pensar que ha llegado el momento de que nuestras sociedades recojan este guante.
Si ninguna promesa falsaria puede ofrecer soluciones ante un presente dificilísimo, no hay otra opción que afrontarlo con propuestas a la altura de su dificultad. Si el dilema planteado por La Sustancia es el de la resiliencia o la muerte, la opción parece clara. Es el momento de recuperar el control sobre nuestro rumbo.
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