(Fotografía promocional del filme Anora (Sean Baker, 2024))
En el libro El desequilibrio como orden, Francisco Veiga relataba cómo un joven piloto alemán lograba, en vísperas de la disolución de la Unión Soviética, adentrarse con una avioneta alquilada en territorio ruso y aterrizar en Moscú sin encontrar resistencias militares, logísticas, siquiera políticas, en el corazón del entonces bloque comunista.
Era el año 1987 y aún la URSS se alzaba, si bien de cara a la galería, como uno de los polos que configuraban y habían configurado durante el último medio siglo las dinámicas de poder planetarias. Aquella mañana, describía Veiga en su libro, “quedó de manifiesto que una de las tres grandes superpotencias mundiales funcionaba por inercia y sus entrañas estaban sujetas por alfileres." El aterrizaje ejecutado por el joven Mathias Rust, apuntaba Veiga "no dejaba de ser un síntoma de la implosión estructural, ya muy avanzada, que terminaría con la Unión Soviética en 1991”.
37 años después, un ecosistema cultural ya globalizado celebraba el novísimo filme Anora (Sean Baker, 2024) como suerte de artefacto representativo de lo que la tradición política socialista denominase en su día “lucha de clases”.
La película, premiada de forma profusa en el circuito cinematográfico (Cannes, BAFTA, Oscars) presenta una trama que ha sido leída de forma generalizada como una especie de homenaje a los desposeídos, o en las lecturas más literarias, como una versión renovada de los viejos cuentos de princesas.
"Anora, el anti 'Pretty Woman' con conciencia de clase que quiere colarse en los Oscar", titulaba Javier Zurro en Eldiario.es. "Anora: Cenicienta es prostituta en una Palma de Oro muy tarantiniana", declaraba El Confidencial. En el portal El Espectador: "Anora: el cuento de hadas de una trabajadora sexual que busca el Óscar".
El guión describe la historia de Ani (Mikey Madison) una trabajadora sexual de ascendencia rusa que coincide a lo largo de una jornada con un joven hijo de oligarcas cuya vida parece girar entre la satisfacción de una serie limitada de caprichos: los videojuegos, la fiesta, las drogas, el sexo. Tras pasar una semana acompañado por la escort, el joven Iván (Mark Eydelshteyn) propone a Ani que se case con él. Así, le explica, obtendrá la nacionalidad estadounidense y podrá, al fin, escapar del control de sus padres.
El matrimonio se consuma en Las Vegas, si bien dura escasos días. Cuando el enlace entre Ani e Iván Zakharov llega a la prensa rusa, el sacerdote encargado de tutelar a Iván y los matones que le acompañan se encargan de anularlo de forma inmediata bajo la atenta mirada de los poderosos padres de Iván.
El desenlace es el esperable. La familia de oligarcas se deshace de Ani como lo que representa para ellos: la última extravagancia de un hijo rebelde y ensimismado. La joven vuelve a la sordidez de su día a día y su camino se separa para siempre del de Iván.
Hasta aquí, la sinopsis de una cinta que genera ríos de tinta en los últimos meses, especialmente desde que se alzase con nada menos que con 5 Oscar durante la noche grande del cine el 2 de marzo de 2025. La cuestión en torno al filme, sin embargo, excede con mucho las implicaciones artísticas del mismo, en tanto ofrece claves de enorme interés para pensar el presente histórico del que habla y en el que opera.
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En el campo de las ciencias sociales tiende a entenderse las ideologías como marcos mentales que buscan establecer orden en una realidad social siempre por definir y dentro de la cual se libra una batalla cruenta por el establecimiento del relato que la ordene y la oriente hacia la consecución de fines concretos.
El pensamiento ideológico, siguiendo las aportaciones de autores como Lakoff o Mazolenni, es un pensamiento profundamente visual. Las ideas son recibidas, procesadas y asimiladas en tanto pueden visualizarse. La ideología es, primero que nada, una esfera que opera a través de los símbolos: las cosmovisiones de uno u otro signo son, en primer lugar, imágenes del mundo, que pugnan por hacerse materiales en el ámbito de la batalla política.
Dentro de dicha pugna, los actores en liza compiten por hacer de sus visiones del mundo aquellas más persuasivas. Hablamos, en términos gruesos, de una lucha entre representaciones que plantean horizontes igualitarios (lo público, la redistribución, la igualdad) y aquellas que encuentran en el individuo concreto y en sus prioridades su principal reclamo (la competición, la ambición, la ganancia).
Como producto de una industria de cine dirigida a audiencias masivas, en Anora las imágenes - tanto las propiamente visuales como aquellas construidas a través del lenguaje-, se enmarcan dentro de una disputa ideológica que encuentra en el cine de masas un campo de relevancia vital.
En un filme que ha sido reclamado como una reinterpretación de relatos milagrosos de salvación individual (tales como Pretty Woman o La Cenicienta, entre otros) cabe preguntarse en qué estado se encuentra la imaginación política progresista finalizado el primer cuarto del SXXI.
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Si el proyecto ilustrado, con sus luces y sus sombras, planteaba ya en el SXVIII un horizonte de creación de condiciones para la vida digna de las personas, y la narrativa progresista se nutría de este principio pujando en el terreno práctico para materializarlo, tanto Anora como la recepción que esta ha generado en la crítica dan cuenta de que hoy la brújula aspiracional se encuentra destrozada.
Si bien la propia figura de Anora encarna la persistencia de desigualdades atroces -el trabajo sexual difícilmente podría entenderse como plataforma desde la que oponerse con garantías a la opresión-, el problema no está en la biografía de Anora, o al menos, no el más profundo.
Producciones muy recientes como Triangle of Sadness (Ruben Östlund, 2022) o The White Lotus (Mike White, 2021) mostraban a personajes procedentes de estratos desfavorecidos sirviéndose de la estupidez de millonarios para exprimirla en su favor y en el de l@s suy@s. En Anora la narrativa se invierte. Ani, la protagonista, se convierte en el cebo de un heredero inmaduro que utiliza a su antojo a la joven para deshacerse de ella en cuanto el antojo encuentra límite en la autoridad de su familia de oligarcas.
El filme y su recepción son un síntoma: allá donde el relato sobre la posibilidad de vidas dignas tiene dificultades ya no para ganar, sino para no seguir perdiendo posiciones, surgen contrapropuestas descabelladas cuyo único denominador común es el del individualismo.
En un largometraje que ha sido leído siquiera como esperanza para los de abajo, asistimos a la demolición sin paliativos de aquellos imaginarios que fuesen hermosos por justos y equitativos, y a la emergencia de una fauna desquiciada de desigualdad que ofrece como único guiño a los desposeídos la promesa de sus migajas.
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"Te ha tocado la lotería, perra", dice a Ani una de sus compañeras en el prostíbulo al enterarse de su reciente boda. Para este momento, el espectador ya ha tenido una muestra de lo que la vida junto a un niño rico caprichoso puede ser: días de excesos, humillación por ocio de otros trabajadores, drogas, ausencia absoluta de contención o certeza más allá de una opulencia que se agota en sí misma.
Habría que preguntar, a quienes ven en el matrimonio entre Ani y el inestable Iván una especie de victoria de los vulnerables, en qué programa progresista exactamente - de los muchos, muchísimos elaborados durante casi 200 años- se fija como objetivos la riqueza desmesurada, la frivolidad, la omisión absoluta de los iguales, la ostentación pagada con el sufrimiento de cientos de miles. No olvidamos que una de las grandes fuentes de ingresos de los "nuevos ricos" que se hicieron con los restos de la difunta Unión Soviética proviene precisamente de la trata de blancas.
Habría que preguntar que cuál de los contornos que delimitan el perfil de las figuras oligárquicas (recordemos, vinculadas a negocios como el tráfico de armas, drogas y personas) coincide, exactamente, con las aspiraciones de liberación colectiva frente a los abusos y arbitrariedades que cada estructura histórica de poder ha traído consigo.
Anora no es, desde luego, un retrato de la lucha de clases: es, como el aterrizaje de un piloto alemán en una URSS moribunda, el testimonio de la grotesca humillación de los derrotados.
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En una de las últimas secuencias del filme, la estafa neoliberal se hace patente. "¿Acaso eres estúpida?", pregunta Iván a Ani al proponerle esta que desafíe a sus padres millonarios y se quede con ella.
Es este punto, quizá, donde la comparación con Pretty Woman (Garry Marshall, 1990) pudiese estar bien traída. Tal y como revelase Julia Roberts (protagonista del clásico) en una entrevista, el final originalmente previsto para esta era bien distinto de aquel que terminó incorporándose al metraje. "En el guión original, el personaje de Richard Gere echaba a mi personaje fuera del coche, le arrojaba el dinero encima, se alejaba y comenzaban los créditos finales", revelaba Roberts años después del estreno de la película (Fotogramas, 2023).
La declaración no puede ser más clara: no hay sueño ni horizonte posible para los de abajo dentro del imaginario sociópata de los de arriba.
En un momento en que las grandes corporaciones se preparan para desactivar, IA mediante, el último espacio de poder de las mayorías trabajadoras (su fuerza negociadora dada por su capacidad de trabajo), la fantasía evasiva de un oligarca bondadoso es tan absurda como termina probándose en la película.
En un presente histórico en que las clases trabajadoras se verán pronto al borde del abismo, esta noción debiese entenderse como primer paso para levantar una alternativa en que la promesa que inaugura la película ("Hoy podría ser el mejor día de nuestras vidas") tenga algo más de recorrido.
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