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Niña quiere a niña




        Esta noche cenaba en el comedor del colegio mayor cuando una compañera empezó a contar que, durante la mañana, se encontró llorando a una niña de la escuela en la que hace prácticas -ella estudia Magisterio-. Cuando se acercó a preguntarle que qué le ocurría, la chiquilla le respondió que estaba triste porque se había “declarado” a otra niña del colegio y esta la había rechazado por otra niña. Acto seguido, la niña le comentó que sí, que era “bisexual”, pero que no podía contárselo a sus padres porque eran “homófobos” y no lo iban a entender. 

Entrecomillo algunas palabras aquí simplemente por reproducir su literalidad, dado lo sorprendente que me resultó que una niña de 12 años manejase ese nivel de discurso en torno a su propia identidad sexual y a las implicaciones sociales que tenía el haberla asumido. Esto me hizo pensar en el avance que ha tenido lugar en apenas 10 o 12 años -lo que me separa a mí en términos históricos de esta niña-, pero también en que la diversidad aún es un escenario en disputa: si bien cada vez más nítido y evidente, aún se trata de un relato sobre la vida en común que defender con la mayor determinación y convencimiento.

Recuerdo, con la edad de esta chiquilla -y más vívidamente según pasaron los años-, la barrera casi infranqueable que separaba a quienes aceptaban la univocidad heterosexual y el binarismo de género sin cuestionarla (sin expresar el cuestionamiento, al menos) y a quienes se atrevían a mostrarse distint@s: el lugar apartado de los chicos “afeminados”, las chicas “masculinizadas”, l@s adolescentes trans que peleaban por su supervivencia en un mundo que les condenaba a la subalternidad simbólica, a habitar un margen y a tener que sentirse prácticamente afortunad@s por recibir las sobras de un mundo social en el que la legitimidad parecía no estar hecha para ell@s. A ello sumarle, por supuesto, la gran cantidad de adolescentes confundid@s que tratábamos de organizar nuestra propia identidad en los límites de un aprendizaje binario y heteronormativo  que empezábamos a intuir que era solo una parte de todo lo que teníamos por vivir en términos de la experiencia de nuestros cuerpos (que parecían no entender de etiquetas, roles y marcos cognitivos que se nos habían impuesto -como dice Aarón Moreno Borges, “conocemos las normas, pero ellas no nos conocen a nosotros”- de forma más o menos sutil, según la suerte que hubiésemos tenido en casa).

El hecho de que l@s niñ@s de primaria puedan hoy transitar su infancia con libertad suficiente para escoger las cartas con las que se enfrentarán al laberinto de lo afectivo-sexual; el hecho de que mi propia generación pudiese poner en duda lo aprendido y empezar a deconstruirlo de forma consciente -aún, muchas veces, sin la necesidad de adscribirnos nominalmente a identidades predefinidas o a etiquetas concretas –, tiene que ver con quienes pelearon históricamente desde los márgenes hasta hacer que la diversidad y la libertad identitaria estuviesen en el centro del debate y formasen parte de las aulas públicas, que en democracia, son los espacios que se aseguran de que nadie verá peligrar la posibilidad de existir de forma plena dependiendo de lo que “la suerte” le depare en el ámbito de lo privado-familiar, ya que la certeza -y la seguridad- de que las relaciones interpersonales son diversas la tendrá a diario al atravesar las puertas del colegio.

Hace unos meses, hablando con la activista Dani Curbelo, me facilitó unas fotos de algunas de las primeras manifestaciones por la diversidad sexual celebradas en nuestro país, en un momento en que decirse distinto a lo obligado era penado con marginación, cárcel y violencia. Hoy las comparto por aquí para agradecerles a ell@s (también en nombre de la niña que pudo contarle a su maestra su primer desamor con otra niña) la lucha, la valentía y el heroísmo del que hicieron y siguen haciendo gala para legarnos un mundo en el que poder ser con libertad.




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