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La España no-fascista y el patio del colegio






      Hace semanas, meses, que leo en redes sobre cómo la extrema derecha de este país es “fascista”, sobre cuánto se parece este momento de la democracia española al preludio de los regímenes totalitarios del siglo XX, sobre lo malvad@s que deben ser l@s votantes del partido que aglutina los adjetivos “nazi”, “franquista”, “fascista”.

No.

Aunque el discurso de exclusión del diferente que cierto partido esgrime de forma torticera se pretenderá, supongo, heredero de Mussolini, Franco, Adolf Hitler y demás carroña depositada sobre las páginas de los libros de Historia, los regímenes fascistas (y nacionalsocialistas, nacionalcatólicos y el largo etcétera) se distinguieron por ser fenómenos sociales y políticos que, en contextos de desarrollo estatal muy distintos a la España del SXXI, lograron engatusar a multitudes embelesadas y rayanas en el fanatismo. La extrema derecha europea del siglo pasado fue capaz de idear un proyecto de sociedad, absolutamente terrible en sus bases, pero susceptible de generar la adoración de millones de personas que creyeron encontrar en esta propuesta un marco identitario desde el que interpretar y dar sentido a sus vidas.

La extrema derecha española de 2019, con todas sus ínfulas tradicionalistas y su sobreactuación, no pasa de ser el grupo de tip@s desagradables y autoritari@s que apestando a puro y a whisky, y escupiendo al hablar, ponen incómoda a cualquier persona que tenga que soportar ese aliento a rancio durante más de un minuto.

España ya no es el espacio cuasifeudal en que floreció el falangismo y que sirvió de caldo de cultivo para las despreciables dictaduras de Primo de Rivera y Franco. Nuestro país constituye una de las democracias del bienestar más pujantes del mundo, pertenece a un entorno europeo que, con todos sus defectos, aún funciona como referente de los valores democráticos para gran parte del globo, es hogar de una mayoría social que sigue peleándose con uñas y dientes contra la involución en lo hasta ahora conseguido . España es el país del “No” a la guerra de Irak, el del voto masivo a un partido socialista tras la feroz dictadura franquista , el del 15-M, el de las Marchas de la Dignidad, el país que decidió caminar hacia la democracia de forma firme (a pesar de -y no gracias a - las élites corruptas que trataron de entorpecer el camino).

Todo esto no es, aunque pudiera parecerlo, un elogio nacionalista lanzado desde la izquierda, sino todo lo contrario.

El principio del milenio, marcado por la era Aznar, tuvo como rasgo el “milagro económico” del ladrillo, la burbuja y la explotación ilegal de inmigrantes, pero también el efecto colateral de una oleada de integración intercultural que constituye, aún hoy, un patrimonio de valor incalculable para el país, muy por encima de los cálculos egoístas que cualquier presidente de nuestro país haya alcanzado a hacer jamás. La sociedad española estuvo, una vez más, por delante de sus lastres históricos, siendo capaz de generar en su seno un espacio de tolerancia, convivencia e inclusión que terminó normalizando la diversidad de procedencias en un proyecto común en el que much@s pudimos sentirnos contenid@s y aceptad@s.

Que la extrema derecha saque, tras un periodo de crisis de régimen político, 3,6 millones de votos, no habla, por tanto, de una“sociedad fascista” tanto como de una sociedad que se ha acomodado en la cobardía y la dejadez de escoger el camino más fácil y no el correcto cuando la parte más débil del proyecto construido empieza a tener razones para sentirse en peligro.

Cuando pienso en cada votante detrás de ese abstracto “3,6 millones”, no puedo evitar pensar en quienes saben que tienen un amigo machista, pero no le pondrán los puntos sobre las íes con tal de evitarse el problema; en quienes sufren ceguera selectiva al observar el abuso escolar en las aulas; en quienes deciden no defender a l@s migrantes de los ataques racistas porque yo no soy racista, pero; en quienes deciden que la vida les ha tratado lo suficientemente bien como para arriesgar un segundo de tiempo por tod@s l@s que se están quedando por el camino en la cruel competición del mercado laboral y académico; en quienes deciden mirar, en suma, hacia cualquier lado menos al espejo con tal de evitar la terrible verdad de la culpa en el reflejo propio.

El votante de extrema derecha de hoy no es un fanático del aguilucho y el Cara al Sol, sino 3,6 millones de personas desinformadas, desganadas y enormemente irresponsables que decidieron quedarse del lado de los privilegios cuando vino alguien a contarles que, desde cierta bizarra construcción discursiva, había una supuesta forma de que pudieran seguir considerándose ganador@s teniendo empleos precarios, salarios de miseria, incapacidad de proyectar trayectorias vitales coherentes y, sobre todo, la más absoluta carencia de certezas identitarias en las que refugiarse de un panorama existencial cada vez peor. Aunque el chivo expiatorio para salvarse de este escenario – y en eso sí se parece el asunto al fascismo del SXX-,terminasen siendo, de nuevo, l@s más vulnerables de la comunidad.

Yo no quiero tener que volver a mirar al país que me recibió cálido, a mis seis años, con la vergüenza que he sentido anoche tras el escrutinio electoral. 

Yo quiero la España integradora, la España crítica, capaz y pionera en la que he podido crecer y aprender lo que significa desarrollarse como un sujeto socialmente legítimo, identitariamente válido, aún con todos los obstáculos y dificultades que aún han de ser derribados.

No es tarde aún para que nuestro país se reafirme en el proyecto valiosísimo que todavía es. No es tarde para hacer acopio de coraje en el momento en el que es imperativo hacerlo, demostrándole a los matones del patio que aquí sigue sin haber lugar para ellos.




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