La batalla contra la incursión popular en diversas disciplinas culturales es una constante, y una constante absurda cuando se libra desde sectores progresistas. Decía Pierre Bourdieu que todo orden establecido tiende a naturalizar su propia arbitrariedad, y en este sentido, la defensa a ultranza de lo canonizado en el ámbito literario no deja de ser una forma de conservadurismo.
Observando la creación artística legítima desde una perspectiva antropológica, podemos decir que se trata de una estrategia de comunicación que ha obtenido grandes cotas de poder simbólico por diversos medios; si la pensamos en términos sociológicos, estamos ante un recurso terriblemente escaso y desigualmente repartido. Dicho esto, ¿estamos defendiendo lo culturalmente legítimo por su valor sustantivo - son realmente tan trascendentes o iluminados los mensajes distribuidos por los creadores y creadoras a quienes tenemos por referentes -, o defendemos la pequeña parcela de poder que nos otorga el haber accedido a lo que se tiene por bueno en términos culturales? ¿No hay acaso similitud entre las experiencias vitales de cada ser humano- el amor, el paso del tiempo, la muerte, la identidad -, entre las fases que atraviesa y por tanto, entre las vivencias sobre las que necesitará comunicar, y el derecho a hacerlo, incluso en espacios públicos?
Curioso es también el uso de la palabra “derecho” en este contexto. Un derecho es una posibilidad de acción – o inacción – reconocida socialmente a individuos o grupos sociales, históricamente adquirida, es el resultado de luchas por eliminar privilegios de diversa naturaleza. Entender la poesía como un coto reservado a una minoría es privilegiar a quienes han contado con el entorno necesario para participar de forma activa o pasiva en un espacio comunicativo considerado como la cima de la sensibilidad, de la reflexión, del pensamiento creativo. Olvidarse de los factores de clase, de género, de etnia que determinan el acceso a los recursos culturales es naturalizar la desigualdad brutal con que están distribuidos, beneficiarse de ella y perpetuarla. Sacralizar la creación literaria y todo el discurso solemne que la rodea es participar de la construcción de barreras infranqueables entre personas: quienes olvidan el privilegio de su posición y se refugian en la cuestionable trinchera de la legitimidad cultural, quienes no han llegado al mundo del lado en que gozar de privilegios ni tampoco deberían aspirar a reclamar el derecho a la expresión artística.
Quizá el camino hacia una sociedad reflexiva, capaz de generar mensajes trascendentes y estéticamente sublimes no pase por temer a que las calles de Madrid puedan llegar a llenarse de “poesía de mierda”. Compartir los recursos, comunicarnos con quienes conocen más y menos, tendernos la mano en el camino hacia el descubrimiento parece una vía más factible para que las figuras capaces de construir una realidad más justa a través del lenguaje (véanse Szymborska, Hernández, Vilariño y también tantas otras silenciadas por mordazas simbólicas varias) dejen de ser una excepción ante la que arrodillarnos y comiencen a constituir un fenómeno creciente y esperanzador.
Observando la creación artística legítima desde una perspectiva antropológica, podemos decir que se trata de una estrategia de comunicación que ha obtenido grandes cotas de poder simbólico por diversos medios; si la pensamos en términos sociológicos, estamos ante un recurso terriblemente escaso y desigualmente repartido. Dicho esto, ¿estamos defendiendo lo culturalmente legítimo por su valor sustantivo - son realmente tan trascendentes o iluminados los mensajes distribuidos por los creadores y creadoras a quienes tenemos por referentes -, o defendemos la pequeña parcela de poder que nos otorga el haber accedido a lo que se tiene por bueno en términos culturales? ¿No hay acaso similitud entre las experiencias vitales de cada ser humano- el amor, el paso del tiempo, la muerte, la identidad -, entre las fases que atraviesa y por tanto, entre las vivencias sobre las que necesitará comunicar, y el derecho a hacerlo, incluso en espacios públicos?
Curioso es también el uso de la palabra “derecho” en este contexto. Un derecho es una posibilidad de acción – o inacción – reconocida socialmente a individuos o grupos sociales, históricamente adquirida, es el resultado de luchas por eliminar privilegios de diversa naturaleza. Entender la poesía como un coto reservado a una minoría es privilegiar a quienes han contado con el entorno necesario para participar de forma activa o pasiva en un espacio comunicativo considerado como la cima de la sensibilidad, de la reflexión, del pensamiento creativo. Olvidarse de los factores de clase, de género, de etnia que determinan el acceso a los recursos culturales es naturalizar la desigualdad brutal con que están distribuidos, beneficiarse de ella y perpetuarla. Sacralizar la creación literaria y todo el discurso solemne que la rodea es participar de la construcción de barreras infranqueables entre personas: quienes olvidan el privilegio de su posición y se refugian en la cuestionable trinchera de la legitimidad cultural, quienes no han llegado al mundo del lado en que gozar de privilegios ni tampoco deberían aspirar a reclamar el derecho a la expresión artística.
Quizá el camino hacia una sociedad reflexiva, capaz de generar mensajes trascendentes y estéticamente sublimes no pase por temer a que las calles de Madrid puedan llegar a llenarse de “poesía de mierda”. Compartir los recursos, comunicarnos con quienes conocen más y menos, tendernos la mano en el camino hacia el descubrimiento parece una vía más factible para que las figuras capaces de construir una realidad más justa a través del lenguaje (véanse Szymborska, Hernández, Vilariño y también tantas otras silenciadas por mordazas simbólicas varias) dejen de ser una excepción ante la que arrodillarnos y comiencen a constituir un fenómeno creciente y esperanzador.
*Link al artículo de Lorena G.Maldonado, periodista cultural en El Español:
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