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No Mires Arriba, Norman Fucking Rockwell y hacia dónde mirar ahora

 

ALERTA: spoilers sobre la película No Mires Arriba!


                                     
(Fotograma del filme Dont Look Up (Adam Mckay, 2021))



Durante el verano de 2019, el clima de opinión global distaba notablemente de la percepción de agotamiento civilizatorio que vino a instalarse menos de un año después. Entonces, las preocupaciones eran quizá igual de urgentes pero algo más coyunturales, o esa era la sensación: la vida en el mundo globalizado seguía aportando avatares estridentes sobre los que hablar, pero estos eran ya recibidos desde la normalidad de una actualidad vertiginosa que quemaba las novedades con una velocidad nauseabunda . Se discutía en España sobre el resultado de las elecciones de abril y la necesidad de que este se tradujese en un gobierno; en EEUU, el impeachment se cernía -sin muchas posibilidades de prosperar- sobre Donald Trump; Gran Bretaña se abalanzaba sobre el detrimento de su propia relevancia como Estado a través del trámite del Brexit; la deuda volvía a atenazar a Argentina. La pandemia era aún inatisbable.


El día 30 de agosto salía a la venta Norman Fucking Rockwell!, el quinto disco de estudio de Lana del Rey que la revista Pitchfork calificaría como el mejor trabajo musical publicado por una mujer durante la década que se cerraba ese año (la primera en que la industria musical se vería obligada a demostrar su capacidad de resistir frente a la digitalización de sus formatos; la década de Spotify, la de Youtube, la de Facebook). La cascada de críticas superlativamente positivas hacia el álbum se desencadenó desde el primer momento: Rolling Stone, Slant Magazine, Variety, MondoSonoro, Jeneisapop… A día de hoy es prácticamente imposible encontrar una publicación que no se rindiese ante un disco que traía reflexiones sucintas en torno a la problemática situación de Estados Unidos (recordemos: vísperas del impeachment de Donald Trump y un año antes de las elecciones presidenciales). La artista norteamericana veía como, mágicamente, la crítica que había menoscabado su trabajo de forma sistemática durante casi una década ("su propia década", diría la revista Variety al finalizar 2021), la convertía en una suerte de figura de culto de la canción de autor norteamericana, y por decantación, en un icono imprescindible para la cultura pop global-y también para la alta cultura, a partir de ahora-. El todopoderoso motor de la industria musical lograba así generar un terremoto en la prensa cultural orientado a beneficiar una visión apocalíptica de los Estados Unidos en un contexto de enorme impugnación de la administración republicana: Lana, otrora hipnotizada por el sueño americano, escapaba ahora de las llamas que acababan con Los Ángeles, y en ese preciso momento la imagen era más que conveniente.


No es que la neoyorquina trajese nada nuevo al debate público sobre los problemas que azotaban al globo (calentamiento global, salud mental, polución, sentimiento de crisis epocal generalizado). Ni siquiera había en sus letras más que referencias superficiales a conflictos que la comunidad científica anticipó ya desde la década de los años 80 al hablar de sostenibilidad por primera vez (¡40 años, casi, antes de que la cultura pop tuviera a bien certificar como legítimas estas previsiones!), pero su LP, por unas razones u otras, permitió que la conversación en torno a la situación objetivamente grave del planeta adquiriese visos de relevancia incluso en los Grammys de 2020, en el que el proyecto terminó siendo nominado en la categoría de “Álbum del Año”.


                                     
                 (En la carátula de Norman Fucking Rockwell!, Lana del Rey escapa de una California asediada por las llamas)


Algo similar a lo ocurrido en 2019 en la esfera de la producción y el consumo musical está teniendo lugar estas semanas en torno a “No mires arriba” (Adam McKay, 2021), la última -y exitosísima- apuesta de Netflix lanzada en las vísperas del final del recién acabado año. 

La trama es relativamente sencilla y terriblemente verosímil: un grupo de científic@s descubre que la vida colectiva de la especie humana se está viendo seriamente amenazada por fenómenos (el advenimiento de un cometa cuya colisión con el planeta se prevé segura, en este caso) que solo podrán ser superados a través de esfuerzos colegiados que pongan como prioridad la defensa de la vida. La respuesta del gobierno federal de los Estados Unidos de América ante la preocupante noticia es la ya vista durante las últimas décadas en torno a problemáticas homologables (como pudiera serlo el cambio climático): mirar hacia otro lado. Solo en el momento en el que los escándalos sexuales cercan a Jeanie Orlean, presidenta del país, surge la determinación de abordar el inminente fin del mundo con la finalidad de cambiar el objeto de la discusión mediática y minimizar las pérdidas en términos electorales durante los próximos comicios. La proximidad del cometa y la amenaza correspondiente para la supervivencia de la especie humana adquieren entonces cierta prioridad dentro de la agenda comunicativa de la presidenta y su hijo (también asesor de Jeanie), quienes encuentran en este terrorífico evento una posibilidad de relanzar un liderazgo político mediocre y agotado.


Por si la respuesta de los máximos responsables públicos del ámbito occidental del planeta no fuese por sí misma suficientemente disonante para el espectador, los intereses privados no tardan en hacer su aparición

Un magnate de las nuevas tecnologías encuentra en el cometa la mina soñada de minerales raros con la que engordar aún más su cuenta de resultados y logra, con obscena facilidad, redirigir la política de seguridad estadounidense hacia un nuevo objetivo: fragmentar el cuerpo celeste para aprovechar sus restos una vez alcancen la superficie terrestre. Un plan sin ningún tipo de garantía o de cobertura científica, pero que no tarda en obtener los avales de una presidenta desnortada y la necesaria connivencia de la industria mediática. La amenaza del cometa se transforma ahora, labor de marcos mediante, en una gran oportunidad para la Humanidad, que, siguiendo el nuevo relato oficial, verá todos sus problemas desvanecerse una vez llegue la llave definitiva del progreso en forma del ahora anhelado proyectil estelar.


Como cabía esperar, atendiendo a la comunidad científica, el descabellado experimento del capitalismo tecnológico sale mal. El programa de la multinacional BASH para desintegrar el cometa fracasa, y este impacta sobre la Tierra, acabando con toda forma de vida en el planeta.


Hasta aquí, lo evidente. La codicia de ric@s y poderos@s arriesgando la experiencia colectiva de la especie humana, una vez más. 

En el caso de No Mires Arriba, este juego macabro termina saldándose con resultados letales y definitivos: no hay marco que sirva cuando no queda nada que enmarcar.


Cabe, sin embargo, plantear una serie de cuestiones relativas no tanto al fin del mundo o a qué tan cercano pudiese encontrarse incluso en estos momentos, en los que el relato sobre el futuro a corto y medio plazo sigue esbozándose como esperanzador desde los principales centros decisorios del planeta (ahí el sugerente nombre de los fondos europeos, “Next Generation EU”, ahí la adopción de una retórica verde incluso por parte de los sectores más conservadores -la única forma de hablar de futuro hoy es hacerlo en verde, aún si de lo que se habla es de gas y energía nuclear-). Netflix, punta de lanza del capitalismo tecnológico de plataformas (qué hubiera dicho su CEO sobre el plan de BASH es una pregunta que cabe hacerse) muestra en 2021 su pasarela de superestrellas hollywoodienses lanzando de nuevo el aviso sobre la proximidad del apocalipsis. Otra vez las llamas como aviso, la denuncia del acaparamiento de recursos, la destrucción del planeta, la distopía digital y los peores escenarios dolorosamente tangibles, incluso a través de la pantalla.


Es imposible no pensar en qué luz arroja No Mires Arriba sobre la sucesión interminable de cumbres del clima que se celebran a condición de que sus conclusiones no tengan carácter vinculante (esto es, que no surtan ningún efecto ni generen ningún cambio sobre las dinámicas de destrucción del planeta sobre las que dicen que buscan operar), la especulación grotesca en el mercado de las emisiones, el hecho de que muchas de las empresas más contaminantes del planeta sean las beneficiarias principales de los esfuerzos neokeynesianos que los actores estatales y supraestatales realizan buscando salir de la crisis generada por la pandemia. La lista de agravios a la seguridad de las comunidades humanas en nombre del interés privado podría expandirse hasta el infinito hasta acabar proyectándose en, digamos, la costa de California encendida, Lana del Rey escapando, una nave espacial conduciendo a un lugar seguro a l@s responsables del fin del mundo mientras un meteorito gigantesco acaba con todo.


La existencia de producciones como Dont Look Up y Norman Fucking Rockwell y su recepción mediática son ejemplos de oportunidades para la reflexión, pero también de una estilización inquietante del caos rayana en su celebración. El fin del mundo convertido en (otro) reclamo comercial. El intento de quebrar el cometa antes de entender que acabará llegando para arrasar con todo. En uno de los momentos más emotivos de su quinto disco, Lana cantaba “Si esto era todo, me retiro/ supongo que estoy quemada, al final”. Rescatando el mensaje (repetido hasta la saciedad a estas alturas, para quien haya querido escucharlo), queda preguntarse cómo abordar una realidad que se mide ya cara a cara con las peores distopías. Más importante aún, si cabe: cómo superar el luto inmovilizante de quienes no quieren ni pueden hacer otra cosa que ofrecer un lamento, y elaborar una alternativa a la extinción en clave esperanzadora y de comunidad.

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